Sergio-Villalobos-Historiador

“Así que usted desciende de Araucano”, fue el primer golpe que me lanzó Villalobos apenas salió del maquillaje del programa Mentiras Verdaderas. Minutos antes, el premio nacional de historia, había mostrado su descontento con la producción cuando le dijeron que el formato del programa era tener dos visiones sobre la historia. “¿Y quién es Pairican?”, fue la resonancia magnética que me llegó desde la sala contigua. “¡¿y que ha escrito?!”, fue el segundo golpe al mentón que lanzó desde maquillaje. Fue en ese momento, que Ignacio Franzani entró al lugar, las puertas se cerraron y quedé junto al marido de Lily Zuñiga, quien se preparaba para destrozar a la UDI en vivo.

A pesar del cierre de puertas, se escuchaban la conversación mientras me comía las piezas de sushi servidas para la espera. Villalobos alegaba que no había sido avisado de que un a-r-a-u-c-a-n-o estaría en la conversación. Los productores, mientras tanto le explicaba que sí y que ya estábamos ahí. Finalmente, la negociación Franzani tuvo efecto, le dijo que entraba él primer solo, luego en algún momento del programa se debatían los puntos conmigo. Villalobos aceptó, a regañadientes.

Fue ese momento que se sentó en el sillón morado de terciopelo -el sueño de cualquier machi de los que se imagina Villalbos-. Me miró y disparó con la descendencia de araucanos. “¿Y de que parte de Arauco, viene usted?”, me preguntó. “Mi familia paterna, de Río Negro, en Osorno y la materna más cerca, de Franklin, al lado del matadero, pero no son araucanos”. “Ah -me dijo-, “vienen de lejos, sus antepasados a-r-a-u-c-a-n-o-s”.

A esas alturas el debate con Villalobos se había transformado en una causa nacional mapuche. Cerca de mil mensajes tenía de aliento. Los más duros me decían “hagalo pedazos a hachazos peñi”, los más moderado que recordara a los abuelos y fuera sabio, paciente y que no cayera en su juego racista. Un par de horas, por lo demás, habíamos presentado nuestro segundo libro como Centro de Investigación Comunidad de Historia Mapuche, mientras estábamos en el coctel y firmando libros, las hermanas y hermanos, daban aliento para ir al debate con el rostro visible de la intelectualidad colonialista que tanto prejuicios ha colocado como “verdad histórica”, en varias generaciones de chilenos y mapuche. O Araucanos, ya a esa alturas de tanto que me lo repetía dudaba de mis propios orígenes étnicos.

“Su libro se llama Malon”, me volvió a preguntar. “¿Y ha estudiado los malones usted?”, “algo”-le respondí. “Pero usted sabía que eran borracheras, fiestas que duraban semanas”, me explicaba. “Bueno, la historia son interpretaciones profesor, usted sabe de eso”. Fue la escueta respuesta. Villalobos guardó silencio por un momento.

“Yo soy de Angol”, me dijo. “Claro, lo leí en sus memorias, una historia de ‘clase media’, como lo llama”, golpeé ahora yo. No podía creer que las había leído. Comenzamos a conversar, con el arte de la resistencia de la subalternidad, Villalobos fue entendiendo que el estereotipo que él había creado a lo largo de décadas no era tal. No era la caricatura de sus textos y dichos. Tampoco buscaba responder sus prejuicios por algo bastante simple: la homofobia y el racismo, son dos construcciones históricas que van en retroceso a partir de la lucha que han dado las diversidades sexuales y los movimientos indígenas, y que por lo demás, terminan por caricaturizar a quien las emite y que además hoy están penalizadas a partir de la Ley Zamudio.

La debilidad de Villalobos es su soberbia. En la práctica hace un buen tiempo que no lee las últimas publicaciones que se han escrito sobre la temática mapuche, dejando de ser un cientista social para acabar secularizando sus mismas ideas. Sus estudios, importantes en la década de los los 80’, han sido complementados con nuevas miradas. La tarea de un historiador es leer lo nuevo para debatir con ello. Es la manera que el conocimiento evoluciona, de lo contrario, se transforma en una religión. Villalobos, penosamente se convirtió en un sacerdote de sí mismo.

Llevábamos ya cerca de treinta minutos conversando, no de forma extendida, sin con bastantes interrupciones. Hobsbawm, Jara, Jobet, Góngora, Krebs eran algunos de los historiadores que salían a colación. Hablamos de la disciplina, y Villalobos fue descendiendo sus ataques basados en el prejuicio. Tal vez entendió lo que décadas atrás escribió George Orwell en aquel cuento de “Matar un elefante”: “cuando el hombre blanco se vuelve un tirano, es su propia libertad lo que destruye”. Villalobos, finalmente se sintió atrapado de su propias caricaturas. Y decidió dejar el set.

Lo habíamos hablado con la mapuchada durante el día, la debilidad de Villalobos es su ego. La fortaleza de nosotros, estudiar sus trabajos, leer sus entrevistas. Analizar sus ideas. Él, como nos subvalora no tenía la capacidad de poder dialogar sin la falta de respeto. Y lo entendió, porque es inteligente, lejos de ser una historiador loco como lo plantean las redes sociales. Tan inteligente que fue capaz de comprender que salir en vivo era exponerse a un campo que él no conoce porque decidió dejar de estudiar. Se lo dije, mientras hablamos de Eric Hobsbawm, que una de las cosas que hacían grande a este historiador inglés era la capacidad de seguir estudiando las nuevas investigaciones, “algo que usted dejó de realizar, profesor”, agregue. Solo miraba, porque como dice Orwell “un hombre blanco no debe dar muestra de temor en presencia de los ‘nativos’”.

Así, mientras Lily Zuñiga seguía destruyendo a la UDI y con un pick de ratting no menor, Villalobos se levantó y avisó que se iba. La trifulca volvió a apoderarse del espacio, salieron los productores. El marido de Zuñiga agregaba “uta, el viejo pesao”. Mientras que el programa invitaba a una pausa, momento en que Franzani salía del estudio. Ya era tarde, Villalobos había tomado el taxi y partido a su parcela en Chicureo.

Las disculpas de rigor, se terminaba por “bocoit” el choque de civilizaciones. Villalobos no se despidió, porque tal vez nunca me vio, según él no existimos. Se fue por el set, caminando por el pasillo amplio, ya sin muchos trabajadores, medio oscuro a eso de las 23 horas. Se iba el siglo XX.