Por mucho tiempo el Estado y sus elites políticas, buscaron frenar la Autodeterminación de los pueblos originarios, pues obligaba pasar a un nuevo modelo de democracia, que es la democracia directa, donde los sujetos deben ser consultados. Esto se hizo a través del reglamento de consulta indígena, en la cual la voz indígena no es vinculante, no es determinante al momento de la toma de decisiones del poder. La Asamblea Constituyente nos garantiza un nuevo tipo de democracia, la democracia directa que se funda en la participación popular.
A partir del 18-O el pueblo chileno vivió dos tipos de violencias: una explosión social que destruyó diversos bienes materiales, de carácter privado y estatal y un espiral de violencia estatal y comunicacional nunca antes visto. El estallido social de por sí estuvo cargado de violencia, y aunque se reclame que “no es la forma”, es imposible que no ocurriera así. La acumulación de impotencia, frustración y rabia contra un modelo económico y social que consideran injusto, llevó a los manifestantes a generar una violencia, para ellos legítima y la expresaron en los espacios y bienes más inmediatos, como muros, supermercados, las fuerzas policiales, según criterios diversos. Y en respuesta, quienes tienen el poder utilizan la violencia legal para sofocar la primera, con las fuerzas del orden –policías y ejército–, lo que derivó en una situación más compleja, que involucró muertes, abusos sexuales, torturas y apremios, personas desaparecidas, heridas y mutiladas, montajes, detenciones ilegales, por mencionar algunas de una larga lista de irregularidades. Todo esto llevó a un cuestionamiento al Estado y su legalidad para mantener el estado de derecho por parte de la población civil, quien expresó, además de su repudio contra el modelo económico y social (y los efectos en la población), la inoperancia de las elites políticas y empresariales para resolverlo y la violencia de los medios de comunicación formales que se refirieron al conflicto.
Llamó fuertemente la atención que en las marchas posteriores al 18-O que la bandera mapuche tuviera cada vez más presencia, hasta convertirse una de las imágenes más emblemáticas de lo que ocurría en el país. A ello se agregaron una serie reflexiones en redes sociales, carteles y gritos en las marchas que equiparaban la violencia que vivían los mapuche con la que estaban viviendo ahora los chilenos, como otro síntoma de la toma de conciencia de que el problema de fondo es lo que sustenta el “estado de derecho”: la Constitución, que en el fondo da la fisonomía del poder, es decir, en ella se encuentra la fuente de poder que ha permitido que una elite empresarial sostenga a las elites políticas que ocupan al Estado, con el fin de generar las condiciones para mantener un modelo neoliberal que garantiza ante todo la seguridad de sus inversiones.
Esta crítica a la legalidad y legitimidad de este estado de derecho ha sido planteada por décadas por el mundo mapuche, para el cual institucionalidades como las policías y las fuerzas armadas, los partidos políticos y el estado en su conjunto son parte del problema y no de la solución. En ese momento, muchos chilenos manifestaron, y tal vez descubrieron, que el Estado es una fuente de vulneración de derechos fundamentales, que amparó la desigualdad social y dio al empresariado las condiciones para la explotación en todos los ámbitos de la vida de una familia: salarios, pensiones, salud y educación, servicios básicos como el agua y la electricidad, pero demás, condiciones para evadir a la justicia o generar penas a la medida en casos de colusión o de implementación de redes de poder con políticos.
Asamblea Constituyente y Constitución Plurinacional: un pacto de convivencia
Muchas personas han visto en las marchas mapuche que se habla de Autodeterminación, pero en su imaginario sigue operando que los mapuche solo quieren reivindicar tierras. Desde luego, este imaginario tiene sentido porque la prensa y los políticos cuando hablan del tema se enfocan en la demanda tierra y la pobreza. Esto es muy parecido a lo que ocurrió con los primeros anuncios de Sebastián Piñera, su propuesta se centró en una serie de demandas inmediatas que pueden gestionarse desde la política pública y el Congreso. Pero la fórmula no no le resultó, como tampoco ha funcionado la política de tierra y los programas asistencialistas para la sociedad mapuche que atacan los síntomas pero las situaciones estructurales. Así el alza en el salario y pensiones y el congelamiento de las tarifas de electricidad fueron insuficientes, porque en el fondo la desigualdad en Chile es tan grande que se hace necesario cambiar el modelo neoliberal y reformular la Constitución lo que lo sustenta.
Lo que hemos visto en Chile es el ejercicio de la Libredeterminación: el derecho fundamental –reconocido por Naciones Unidas– de un pueblo a decidir sobre la organización del país, y es esta voluntad del pueblo lo que se ha querido silenciar. Esta misma situación es la que vive el pueblo mapuche, pues se le niega su voz o se genera un manto de invisibilidad para evitar que se escuche el cómo quieren resolver las condiciones estructurales que le afectan, y que van más allá de la pobreza y la tierra.
A los mapuche se niega la Libredeterminación, pero se le reconoce, a través del Convenio 169 de la OIT, la Autodeterminación, que limita a los pueblos indígenas para que no conformen Estado, pero que, como la Libredeterminación, es un poder que recae en la voz popular. Lo relevante es que ambos conceptos son los derechos fundamentales a nivel colectivo y consagran los derechos individuales de las personas: se fijan las formas de gobierno o de participación en las tomas de decisiones, así como los derechos a un medio ambiente limpio, o a la salud o a la educación. Todo esto puede ser acordado por el pueblo, porque es soberano.
La Asamblea Constituyente nos garantiza un nuevo tipo de democracia, la democracia directa que se funda en la participación popular para decidir los destinos del país, pero al mismo tiempo nos abre a un cambio cultural de como convivir entre sociedades, al discutir sobre la desigualdad social o la relación con los pueblos originarios. Nos obliga a construir acuerdos sostenibles a futuro. La democracia directa obliga a la decisión informada, a la construcción de propuestas fundamentadas. Es aquí donde los Pueblos Originarios pueden plantearle al chileno común y corriente sus verdaderas demandas y los alcances de estas. Esto lo asegura una Asamblea Constituyente donde sus representantes salgan del pueblo y no necesariamente de los partidos, y sean sujetos que respondan a sus bases y las informen sobre los procesos de discusión, para que al final, chilenos y pueblos originarios tengan claro el nuevo pacto social suscrito. Las dudas están en si los partidos políticos seguirán tratando de arrastrar esto a sus intereses o conveniencias, o tendrán la decencia de respetar los acuerdos de los pueblos, pues en este proceso Chile asumirá su fisonomía real, que es un Estado Plurinacional, avanzando en una cultura de la convivencia y en un nuevo entendimiento social.