lunes, abril 29, 2024

Fragmento: Excursión a los mapunkies


Fragmento

UNA EXCURSIÓN A LOS MAPUNKIES 

Autora: Agustina Paz Frontera

Reeditada en 2017 por Madre Selva Editorial, Alcohol & Fotocopias, Inerme Discos y Tren en Movimiento Ediciones.

El sol había empezado a retirarse y la atmósfera a espesarse en bloques de aire frío, los turistas alumbraban con sus camperas fluor la calle central de Pucón —la ciudad turística más cuica (concheta) del sur chileno—, las camionetas 4 x 4 actuaban como ejército, una tras otra, en desfile perpetuo. Estábamos en una mesa en la calle, tomando café y algunos comiendo; Ronny estaba descalzo. Entre la masa de alemanes, chilenos oxigenados y otras variedades de personas civilizadas aparecieron como fantasmas Aylin, Gloria, Anita, Paul, Axel y Daniel: los Weche. Eran las 7 de la tarde, horario en que los turistas deambulan a paso lento. La sensación de incomodidad nos encontró dando sorbos largos al unísono y queriendo huir de tanto roce. Los Weche estaban molestos, habían llegado muy tarde al festival y no los dejaron tocar,  sin embargo no parecían de humor intratable, sino lo contrario: el viaje de regreso a Temuco fue el show. ¿Cómo traer a la crónica escrita los sonidos de esas voces, los golpes de las botellas de plástico vacías contra los apoyacabezas, las palmas, las risas, la vitalidad de las miradas que se pasan la posta, el hilo invisible que ataba a Paul con Anita, a Anita con Gloria, a Gloria con Aylin, a Aylin con Axel, a Axel con Daniel y Daniel a Gloria y Gloria a Paul: todos con todos sostenidos por todos? La camioneta estaba caldeada, saltaba, relinchaba. “Escucha winka, lo que voy a decir, del kimün  (sabiduría)  de nuestro pueblo ¡jamás te apropiarás!” cantaba Paul con voz nasal y melodía portorriqueña cuando subrepticiamente entraba la voz de Gloria rapeando: “Picunche, Lafkenche…”, sobre una base que Axel y Daniel percusionaban con la boca y las manos contra las ventanillas y las botellas de agua vacías. En los primeros asientos Ronny y la novia de Eduardo hacían palmas y festejaban, las dos hileras siguientes eran de los Weche, ahí estaba la diversión: volvían una y otra vez sobre los mismos temas, las voces se oían limpias, sincronizadas —  por fin les creía que eran músicos—, ellos se sonreían y se golpeaban, se hacían chistes internos; desde afuera, y sí que desde la última hilera yo estaba afuera, parecían adolescentes en pleno Bariloche o carnaval. Después de 45 minutos de viaje nos detuvimos en medio de la carretera. Había que hacer descansar el motor. Bajamos de la traffic sin interrumpir el griterío o el canto, con los pies en el asfalto el concierto se transformó en danza, bajo un cielo de noche cerrada, las mismas canciones volvían a repetirse. Estábamos ahí con nuestros buzos largos con capucha sobre la gorra, tomando la ruta como pista de baile, borrachos de frío y agua, con palos golpeando un poste y con el bidón de agua la ruta maciza cuando desde una casa aledaña empezaron a gritarnos unos pibes, nos insultaban, se reían de la música o no sé de qué. Paul agarró un palo, cruzó la carretera y enfiló raudo hacia la ventana donde estaban los  tres muñecos sin piernas, como títeres de puro torso. Ronny corrió a  sostenerlo, Paul quería contienda, crearles miedo a los cuicos. Después de unos forcejeos teatrales entre Paul y Ronny volvieron a las risotadas porque habían conseguido que los muñecos cerraran las cortinas y no gritaran más.  Así estuvimos un buen rato más haciendo ruido o música sobre la ruta, a la  vera del camino a Temuco, en esa noche cerrada.

Agustina Paz Frontera

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